Por Marco CAR
“La soledad es la expresión de un hecho real: somos de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos... En todos lados el hombre está solo”.
- Octavio Paz, en “El Laberinto de la Soledad”
En medio de cientos de personas que hablaban el español; en el mismo momento en que sonaba, en algún lugar lejano, “México Lindo y querido” en su versión instrumental, y rodeado de mexicanos, me sentí por primera vez muy solo en Europa.
Estaba en medio de la Estación Sants de Barcelona, tratando de comprar un boleto para irme a Madrid. Eran las diez de la noche y afuera caía una tormenta. En ese momento no lo sabía, pero iba a tener que pasar la noche entera ahí, rodeado de extraños... de mexicanos.
Semanas antes, había estado en países más “ajenos” a mí, como la República Checa. Se suponía que España iba a ser más cálido y cercano a mi idiosincrasia mexicana. Pero no. Me sentí más solo en Cataluña que en Praga.
A diferencia de la mayoría de los servidores públicos y de la sociedad española en general, los oficiales de turismo catalanes, esa noche, fueron muy groseros y prepotentes con todo el mundo. Pese a que el tren a Madrid tenía muchos lugares vacíos, no nos quisieron vender boletos a muchos turistas extranjeros que nos encontrábamos varados ahí. “Solamente una hora antes de la salida” dijo un tipo que se dio la vuelta maldiciendo mientras nos dejaba a todos mirando sin comprender. Era el inicio de las vacaciones de verano en España, uno de los países más hermosos y atractivos del mundo y había muchos turistas de viaje.
Yo no quería gastar en un hostal y quería llegar a Madrid a más tardar al día siguiente, pues unos amigos me esperaban a la siete de la mañana y se iban a preocupar al ver que yo no llegaba. Por eso, decidí quedarme en la estación, formado (éramos como 200 los que queríamos irnos a Madrid), para alcanzar un boleto a la hora que abrieran la taquilla a las 5:30 de la mañana. En un extremo de la estación había un McDonald´s. En San Luis Potosí hay como cuatro MacDonald´s y nunca, nunca, me he metido a comer a ninguno, pero ahí lo hice porque era lo único barato. Es un decir, claro.
Me metí a comer yo solo y a pasar el tiempo. Estaba contemplando lo fofo de la hamburguesa y lamentándome de lo que había pagado (“hubiera salido a buscar una tienda me repetía mentalmente) cuando un muchacho de cabello rubio se me acercó “Oye ¿tienes cambio?”me preguntó extendiendo un billete de cinco euros. Inmediatamente supe que era mexicano... de la Ciudad de México, para ser preciso.
No mano, no traigo cambio – contesté. El se sorprendió al escuchar mi acento mexicano, pero se dio la vuelta y se fue Yo estaba rodeado, en las otras mesas, de árabes, gringos y japoneses. Tenía ganas de hablar con alguien en mi idioma, con alguien cercano. Desde varios días antes no hablaba en español con nadie. Solamente en un inglés muy básico con un francés en el recorrido de Roma a Niza y en “Itañol” con un italiano en Montpellier.
Entonces llegó un policía a sacarnos a todos del McDonald´s porque ya iban a cerrar. Me fui y me senté justo enfrente de la taquilla del tren, para alcanzar boleto. Apenas eran las 11 y media de la noche. Afuera de la estación seguía lloviendo. Acomodé mi mochila para que hiciera las veces de almohada y apenas estaba sacando un cigarro cuando llegaron varios policías con perros y macanas para ordenarnos que saliéramos del lugar. Éramos unas 200 o 250 personas, de varios países (incluso ancianos y niños) que fuimos echados del lugar de una forma muy grosera.
Hubo protestas, pero fueron inútiles y así, rodeados por policías y perros que nos ladraban, fuimos sacados de la estación. Yo miraba a mi alrededor, buscando alguien con quién “hacer equipo” para pasar la noche en la puerta de entrada del lugar. Había un japonés, pero esos, como los gringos (y los mexicanos, como después me daría cuenta) son unas islas andando. No se relacionan con nadie, deambulando por todos lados tomando fotos. Había unas muchachas francesas, vestidas a la usanza hippie y había grupos de personas de otros países.
Ya afuera busqué dónde recargarme en las vidrieras de la entrada a la estación. A mi paso veía a los grupos de mochileros daneses, gringos, todos en bola, acomodándose y no sabía a quien pedirle que me dejara estar con ellos. Casi todo mundo lo tomó como parte de la diversión y se organizaron grupos que estaban escuchando música, fumando y conviviendo. Entonces, me encontré al muchacho mexicano aquel del McDonald´s. Estaba con varias muchachas y otros muchachos también mexicanos. Uno de ellos traía puesta la camiseta de la selección nacional de fútbol, para ser específicos, la playera de Borguetti. En el piso había dos enormes sobreros típicos de los combatientes de la revolución y de la imagen que nos gusta dar a los mexicanos de nosotros mismos en eventos internacionales. Les pido que me dejen quedarme al lado de ellos. Me miran en silencio. Me congelé todo porque comprendí que no tenían muchas ganas de que estuviera cerca. Y no. No iba borracho, ni mal vestido ni despeinado ni nada. El que me había pedido el cambio en el “restaurante” (no sé, de verdad, como se atreven a llamarle así a los McDonald´s) rompió el silencio y dijo. “Este también es de México”. Los otros, de cualquier forma, no dijeron nada, pero él dijo “Sí, no hay bronca”. Me acomodé al lado de ellos. Apenas eran las doce y media de la noche. Seguía lloviendo y tronando en el cielo de Barcelona.
En toda la noche apenas y nos tomamos en cuenta, tanto ellos a mí, como yo a ellos, pese a que estábamos juntos, recargados contra las vidrieras de la estación Sants, apenas resguardados de la lluvia por un techo pequeño. Estábamos juntos, pero al mismo tiempo había una enorme barrera invisible que nos separaba. No la nacionalidad en sí misma, sino, creo, nuestras distintas mentalidades. Eran muchachos de dinero vagando por Europa y no había nada que pudiéramos decirnos. Platiqué más con las francesas onda hippie que con ellos.
La noche fue larga y fue la única en que me sentí realmente solo cuando estuve en Europa. Yo deseaba que pasara por ahí alguien, cualquier persona conocida para hablar con ella. Hubo un incidente con un marroquí y un gringo. Comenzaron a pelearse y el marroquí sacó una navaja. Y, como sucede a nivel “macro”, todas las nacionalidades se pusieron en contra del árabe. Los alemanes eran los más enfurecidos. Llegó la policía y fue en búsqueda del muchacho magrebí que había huido cuando el norteamericano comenzó a gritar aterrorizado. Momentos después, cuando escampó un poco, me levanté a fumar un cigarro y caminar por ahí, y entonces un tipo catalán se me acercó para ofrecerme a una jovencita que, me dijo en voz baja, tenía en un carro en el estacionamiento de la estación. “Ya le he enseñado como chupar la polla”, aclaró sonriendo con una mirada lasciva. Le digo que no y sigue insistiendo. Busqué a los alemanes con la mirada para que vinieran a salvarme a mí también pero, como ya había pasado el peligro árabe, estaban haciendo malabares con unas clavas para algarabía de todos los que estaban cerca. Decido regresar a sentarme. Al lado de mí, los compatriotas estaban tomando cerveza y platicando sobre sus experiencias en el continente europeo (por lo que escuché, se habían conocido ahí mismo, en Barcelona). Yo quise acercarme y platicarles de Bohemia y Silesia, de Ladinka, mi amiga que me enseñó su hermoso país checo, de París... de todo lo que me había ocurrido... pero no me atreví.
Yo sabía que no había nada en común entre ellos y yo, como tampoco tenía yo nada en común con el japonés, que es una isla como su país mismo (y como yo y como muchos mexicanos), que estaba sentado más allá, contemplando la lluvia que había iniciando otra vez, mientras escuchaba música en un reproductor de discos compactos; o con el marroquí, que había huido del mundo entero, simbolizado por todos esos seres extraños que lo insultaban a las afueras de la estación de ferrocarril de Barcelona Sants.
Creo que Octavio Paz tiene razón: la soledad es saber que no eres como el otro. Pero no importa la nacionalidad que uno tenga, y creo que ni siquiera el origen social, sino las ideas, las expectativas. Solamente así podría explicar las amistades que hice, por ejemplo, en la República Checa. Ni siquiera hablábamos el mismo idioma y nos hicimos grandes amigos. Teníamos muchas cosas en común, sobre todo la música.
Al final de la noche, una de las paisanas que no se había quedado dormida, me preguntó si no sabía de hostales en París y saqué mi librito con direcciones de hostales y se lo presté. Le hice algunas recomendaciones y pese a algunos intentos de mi parte, eso fue todo lo que hablamos. Lo que, al parecer, podía acercarme con ellos (la nacionalidad) me alejaba. Qué podíamos decir de nosotros mismos que no supiéramos ya. Qué decir de México, de nuestras ciudades, de nuestra comida, de nuestra cultura, que conocíamos, pero que veíamos desde perspectivas opuestas. Vivíamos en el mismo país pero en mundos diferentes.
Y creo que esa es la soledad, saber que uno tiene un mundo propio ajeno al de los otros. Por eso me sorprendió la República Checa, pues geográficamente y culturalmente es un país alejado, alejadísimo de México, pero, en lo humano, en lo personal, yo tuve muchas coincidencias con los checos, y creo que también podría tenerlas con los argelinos, los coreanos, los senegaleses y hasta con los gringos. Al final, lo que nos hace menos solos son las coincidencias de espíritu, de las ideas y claro, la amistad.
Por ejemplo, en un bar de una ciudad llamada Krno, cercana a Polonia, platiqué como una hora con un checo que no hablaba inglés en lo más mínimo. Lo hicimos a señas, y tocando varios temas, como música, cine y hasta de telenovelas mexicanas; de Salma Hayeck (para mi amigo checo Salma Hayekova) y de nuestras familias. También lo hice en Roznov, una ciudad en la frontera con Eslovaquia, con varios muchachos checos de un grupo de rock que me presentó mi amiga Lada. Sin embargo, con mis “compatriotas” mexicanos no tenía nada que decir. Nada en que coincidiéramos, salvo el antojo de atole caliente o un tequila, aquella lluviosa madrugada catalana.
Por fin, a las cinco de la mañana abrieron la estación y regresé a sentarme justo al lugar de donde me habían sacado los policías la noche anterior. Estaba quedándome dormido y un policía me despertó haciendo ruido en mi oreja con su radio-comunicador. También estaba prohibido dormirse (es en serio). Las pantallas de televisión que pendían del techo se encendieron y comenzaron a verse los noticieros matutinos. Aparecieron imágenes del Papa dando misa en la Basílica de Guadalupe, durante la canonización de Juan Diego. Mientras hacíamos la fila para comprar los boletos, los “mochileros” europeos veían admirados en las pantallas las danzas de los indígenas de México en el atrio guadalupano. Alcanzo a escuchar a uno que dice “I was there”. “Yo también”, le replico instintivamente en español y todos me miran sin comprender. Dos horas después, reconociéndome ya como una isla, iba trepado en el tren hacia Madrid.