Un tiempo trabajé limpiando una “mega tienda” por las noches. Era un trabajo pesado y aburrido. La actividad que más detestaba era pulir el piso. La máquina que debe usarse vibra y hace mucho ruido. Para evitar ese ruido me ponía a pensar en México, en la familia o en ella. O veía las cosas de la tienda seleccionando al paso de los anaqueles qué productos me gustaría comprar. También miraba los enormes anuncios pegados en lo alto de las paredes. Había uno que me miraba a mí. Era el de una muchacha casi en los huesos, rubia, de rostro blanco y ojos grandes que modelaba no sé que marca de Blue Jeans.
Pasé tantas veces por ese pasillo puliendo el piso, o barriéndolo o lavándolo, que a veces parecía sostener un diálogo con la modelo del anuncio. “Necesito otro trabajo” a veces pensaba mientras la veía en el cuadro enorme pegado a la pared. “ ¿A dónde se va lo que comes”? reflexionaba cuando veía sus brazos como dos jirones de piel colgándole.
Sus pómulos hundidos parecían los de alguien que ha sido succionado hacia adentro de su propio cuerpo. Y pese al obvio trabajo de efectos digitales, sus ojos no tenían ese brillo que una mano mágica le había puesto con el photoshop. Era el rostro feliz, de una niña brillando, generado por un software.
Era una muchacha delgada, de la forma como las muchachas delgadas deben ser: con la piel esponjada, los pómulos encendidos y la garganta vencida por la vida. Apenas un lejano esbozo de una madonna del renacimiento.
Veía a la modelo y luego se veía a ella misma en un espejo empotrado cerca de un mostrador.
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