El perrito me mira con agradecimiento.  Cojea. Es blanco y está en los huesos. Le dejo un plato con croquetas  y un recipiente con agua en la acera de una calle cercana a la mía.  Traga unas croquetas y me mira. Vuelve a tragar otras croquetas y me  vuelve a mirar. Los perros no sonríen pero dicen cosas con la mirada.  Y los ojos del perrito me decían “gracias”.
No puedo llevarlo a mi casa.  Apenas y puedo atender a Cayito, mi perro que siempre me espera  moviendo su colita cuando llego del trabajo. Pero me siento contento.  Una vez, vi como un señor le lanzaba un balde de agua helada a un perro  que estaba herido. El perrito salió corriendo por el fondo de la calle  y no sé por qué sentí una angustia muy grande. Sentí como una imposibilidad  de ayudarle. Como si cayera en mí una certeza de que en el mundo hay  seres que viven así, en una soledad muy grande, alejados de la comprensión  o de un gesto de cariño.
Y cuando en mi casa veo al Cayito contento porque estoy de regreso, me acuerdo del día en que me di cuenta que necesitaba una mascota.
Resulta que me había ido de inmigrante por amor a alguien que me esperaba en Europa. En esos ímpetus que  uno tiene cuando es joven, creía que podía juntar el dinero que me  permitiera hacer un postgrado legalmente en en el viejo continente y así poder estar con ella también.
Fue difícil, claro, como lo  es para la gran mayoría de los inmigrantes. Y  precisamente en esos tiempos conocí a Alan, un habitante de aquel país  que no habla inglés que me ofreció, en un gesto solidario que nunca  olvidaré, trabajar en su granja por unos cuantos billetes.
Mi trabajo era muy simple:  juntar el heno, hacer pacas y amarrarlas. Realmente era muy sencillo  y entendí que Alan lo hacía sólo por ayudarme. La cosa es que en  su granja, muy moderna y grande, además de vacas y borregos, había  una perrita dálmata llamada Henia. Nada más nos vimos y hubo química.  Me acompañaba en mis labores diarias y según ella me ayudaba a trabajar :)   y cuando teníamos el descanso, se iba conmigo a un roble que estaba  en un promontorio y compartíamos el almuerzo. Luego jugábamos. Por primera  vez en semanas sentí una compañía, y por qué no decirlo, una amiga. 
Una vez, me sentí triste.  Quizás fue el clima. Llovía mucho y me acordé de México y de ella  y pues estaba así “blue”, como dicen en ese país. Y Henia me veía  cómo tratando de entender y me lamía la mano y luego brincaba y me  ponía su nariz húmeda en los labios. Y eso me hacía reír y le lanzaba  una pelota de béisbol y ella corría y saltaba. Y me ponía de buen  humor.  Ese día compendí que sería buena idea tener una mascota.
Trabajé en la granja sólo  unas semanas, porque Alan, una excelente persona, sólo lo hacía por  ayudarme y lo hizo: en ese tiempo conseguí otro trabajo permanente ayudando a arreglar  techos y entre tanto pude comer bien. Y el día que me fui de la granja  por última vez, ella parecía sentirlo y me siguió brincando por toda  la cerca. Ambos estábamos solos en realidad. Y a Henia y a Alan les  agradezco que me hubieran hecho ver que el cariño no tiene especie.  Que la mirada de un perrito, o de un gatito puede hacer que tu vida  tenga todo ese sentido que parece perdido, cuando llegas sólo a un  cuarto oscuro, en una casa sin nombre una noche, cualquier noche que  buscas otra razón para despertar, además de la familia, los amigos y algún amor…

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